Por: Tatiana Paez

Ponencia realizada en el XVIII Congreso del CPPL: “DESEOS” (2019)

 

La noción de deseo forma parte de nuestro lenguaje común, de nuestras formas de entender y relacionarnos. 

Desde el psicoanálisis, sabemos que Freud concebía el deseo como la activación de la rememoración de una vivencia de satisfacción; ésta tenía como una de sus características ser primaria en dos sentidos: que sus signos están siempre referidos a las primeras experiencia infantiles y que tiende a realizarse según la lógica del proceso primario, de manera inconsciente y con un monto de energía fluida que circula entre representaciones a través de los mecanismos de desplazamiento y condensación. Este planteamiento implica, primero, que los deseos son siempre sexuales, inconscientes y reprimidos; y segundo, que están referidos a experiencias de satisfacción primarias, primitivas. La lógica del deseo freudiano no se atiene a cambios vitales ni se dirige a objetos nuevos, es siempre anhelo de experiencias de satisfacción infantiles que generaron huellas mnémicas convertidas en signos que buscan reproducirse. El deseo será el anhelo y la realización del anhelo, que nunca podrá ser realmente satisfecho. 

Para Lacán el deseo es una fuerza única cuyas manifestaciones particulares y parciales son las pulsiones, las que le darían cualidad. El único objeto de deseo sería el objeto a, pero no es un objeto hacia el que tiende el deseo sino su causa, ya que el deseo no es la relación con un objeto, sino la relación con una falta. El deseo inconsciente estaría entre la necesidad y la demanda, basado en un otro imaginario. Por esto para Lacan el deseo es el deseo del otro, de reconocimiento del otro; el objeto no es deseable por tener una cualidad intrínseca, sino en tanto es objeto de deseo de otro. El deseo se constituye en el campo de lo social. 

Podemos observar en todos los casos, como puntos comunes: 1ro. que el deseo está dirigido hacia algo que nos falta; 2do. Hace alusión a una apropiación; 3ro. El deseo parece ser el impulso de un movimiento de vinculación hacia ese algo. 

La historia occidental de las ideas nos ha exigido concebir lo que sucede desde el logos, esto es, el pensamiento sustentado en la rigurosidad racional -fundamentada en la experiencia sensorial y los procesos de la lógica- y el lenguaje. Esto ha producido confusiones, entre ellas considerar que las palabras remiten a esencias de cosas, y que las representaciones de esas esencias existen en la realidad. Eso ocurre con múltiples conceptualizaciones propuestas por las ciencias, entre ellas el psicoanálisis, de forma que las manifestaciones del universo psíquico han sido cosificadas: se habla así de ‘el Inconsciente’, ‘el Complejo de Edipo’, etc. Como si éstos existieran en un alter mundo nouménico en forma de esencias que reflejaran sus luces en el mundo psíquico. Desde esta perspectiva se plantea el conocimiento como un ‘acercarse’ a la realidad del mundo de las esencias, en busca de ‘descubrir’ su modo de ser, estar y funcionar, y se cree que en la medida en que las teorizaciones se acercan más y mejor a este constructo y su funcionamiento, pueden establecer leyes con carácter de universalidad. Esta forma de concebir el conocimiento, fue característica de una época y de una corriente de pensamiento en particular: el positivismo lógico. Sin embargo, posteriormente al cuestionamiento de las ciencias duras como paradigma de conocimiento lógico, neutral y universal se propusieron otros modos de concebir el conocimiento. En esta línea planteo la pregunta: ¿podemos pensar en el deseo, con minúsculas, desde otras perspectivas? Esta pregunta proviene del hecho de que, desde la clínica, y por lo tanto desde las realidades sociales que experimentamos, percibimos que ciertas teorizaciones no nos alcanzan para comprender lo que pasa hoy. Propongo que intentemos acercarnos a nuestras conceptualizaciones enfocando las construcciones significantes culturales e históricas que hacemos desde nuestras formas de estar en el mundo.  

La noción de deseo empezó a construirse durante la modernidad; específicamente durante la guerra civil que somete a la Inglaterra del s.XVII y el surgimiento de las grandes sociedades comerciales. Será Hobbes, en su texto El Leviatán, el primero en decir que los hombres somos seres deseantes. Veía las pugnas por  la competencia entre las compañías y las guerras entre facciones por hacerse del poder político y postulará, desde ahí, que el hombre es el peor enemigo del hombre dado que es un ser movido por sus deseos y lo que desea es el poder, de manera universal e innata. Ya que en estado de naturaleza los hombres se ven enfrentados unos a otros, prescinden, ante su miedo a la muerte y su necesidad de supervivencia, del gobierno de su propia voluntad para cederlo a un ente, el Estado, que les garantice un situación estable de Derecho organizado que vele por la supervivencia del conjunto; éste será el pacto que instituya una situación de estabilidad ante la barbarie. Para Hobbes nuestro deseo debe ser reprimido; y la única manera de reprimirlo es mediante el miedo. Esta concepción del deseo, entramada con una lógica de la necesidad del control de las costumbres, las mentes y los cuerpos, a través del miedo y la represión en manos de las instituciones reguladoras -Estado, Iglesia, Escuela y Fuerzas armadas- es la que se encuentra en la base de conceptualizaciones que luego desarrollarán Hegel y los pensadores posteriores y de la que beberán también los teóricos psicoanalíticos, entre ellos Freud y Lacan. Como señalamos, existen dos elementos que están en la base de la conceptualización del deseo: la apropiación y la falta; podríamos entonces afirmar que el deseo se constituye en cuanto tal para el hombre moderno en su relación de sujeto (social) con algo que aspira permanentemente a poseer, que nunca tendrá, y cuyo anhelo ha sido reprimido. 

Lo interesante es que cuando vemos que el deseo podría estar presentándose como el motor del vínculo, observamos que el sujeto movido hacia el vínculo por el deseo sólo puede vincularse de manera especular, identitaria, representacional, posesiva, con algo a lo que considera (su) objeto. Hablamos de un sujeto solipsista cuya única posibilidad de relación con un otro es convirtiéndolo en objeto rememorado y ausente. Esto no sólo imposibilita la concepción de vínculo en términos de encuentro entre dos otros, dejando atrapada la posibilidad del encuentro en el círculo binario sujeto-objeto, sino que obtura la constitución de lo nuevo en el encuentro, aquello que esos dos otros, en su diferencia, pueden tramar, ambos, más allá de la re-presentación. La base epistemológica sobre la que hemos entendido social y teóricamente el deseo se traduce en nuestras prácticas, y discursos concibiendo al otro como objeto de posesión, y al vínculo como necesidad de dominio en vista de la afirmación de nuestra propia identidad. 

A pesar de que el sujeto moderno que hemos descrito puebla nuestra época actual, coexiste hoy con un tipo de individuo distinto. Nos acercaremos a él desde la historia de los medios:  A mediados del s.XV surgirá un invento revolucionario, la imprenta de tipos móviles, que convertirá al libro en la primera mercancía del capitalismo producida en serie, modelo de lo que se conocerá como fordismo, el sistema de producción en serie para las masas que promueve la especialización, la transformación del esquema industrial y la reducción de costos; en resumen, la base del capitalismo industrial que imprime un modo específico de subjetividad. Con la difusión masiva de la escritura, en lo que se denominará la era mecánica, nuestro pensamiento se configura por la abstracción, la exigencia de racionalización y la separación y distancia de los objetos respecto de los símbolos. En su forma social se traduce en crear sujetos homogéneos, que perciben desde la linealidad, la  secuencialidad -a través de la razón y guiados por causas y efectos- y la repetición –serialidad-. 

A partir del s.XX, con la masificación de los medios tecnológicos y de comunicación, se da un cambio en las características culturales y sociales que empiezan a crear nuevas subjetividades. La tecnología de la televisión interpela de manera distinta a los sentidos; su imagen es abundante y dispuesta de manera conjunta, mosaica, oblicua, produce sentido de forma simultánea e instantánea. En el s.XXI se da la Revolución de la red 2.0, aparecen las computadoras conectadas por redes de alcance global. Este nuevo dispositivo confía en los usuarios como co-desarrolladores, promueve que las personas compartan ideas e información y equilibra la gran demanda con el autoservicio. Se pasa de una codificación analógica de la realidad a una codificación digital donde todos los medios pasan a convivir en un dispositivo multimediático. El mundo cibernético parte de estas características y hace de los individuos medios de información permanente; el sujeto que estaba antes de manera pasiva frente al libro, primero, y a la pantalla televisiva, después, se transforma en un sujeto activo potencialmente capaz de ejercer influencia y producir transformaciones en otros. Mediante una incitación permanente a la creatividad personal y la excentricidad se da una exacerbación del yo mediático que se coloca como espectáculo produciendo una exaltación de lo banal. El medio tecnológico, con los enormes niveles de información que contiene y la apuesta por exhibirlo todo, trastoca las fronteras entre lo público y lo privado apostando por un ideal de transparencia en las comunicaciones, en el conocimiento de sí mismo y en las relaciones entre las personas, proveyendo lo que Han daría en llamar la sociedad de la transparencia. La capacidad de creación se ve capturada por el mercado: compramos lo que otros producen y ellos compran lo que nosotros producimos. Se captura la fuerza vital de la creatividad transformándola en mercancía. Cabría preguntarnos entonces cómo se está construyendo el deseo con estas transformaciones de ser y estar en el mundo si hemos pasado de tener cuerpos dóciles e útiles a tener cuerpos construidos a partir de la mirada del otro detrás de la pantalla. El deseo se plasma en deseo de aceptación y pertenencia ofreciéndose para su captación a través de un régimen político/financiero que oferta productos configurados en fabulaciones de ideales de vida que supuestamente nos brindarán la felicidad. El deseo es entonces coptado. Surge como configuración pre formada a partir de la oferta del mercado, caracterizada por la híper sexualización, la imagen exhibicionista de la violencia que apunta a una neutralización de la sensibilidad en post de una exacerbación de la crueldad, vaciando el sentido vital de la fuerza deseante que, en su anulación, sólo deja como resto el impulso hacia el consumo por el consumo de objetos, fantasías y personas-mercancía. El deseo abandona el vínculo. Frente a estas formas de captura quizá valga repensar las propuestas freudianas iniciales sobre el deseo como la manifestación psíquica, cualitativa de la pulsión; una fuerza que surge de lo corporal para impulsarnos hacia una multiplicidad de conexiones con el mundo que son los otros en su diferencia, en su particularidad y en su oscuridad también, que es nuestro cuerpo en su capacidad productiva y reproductiva, que es nuestra sexualidad en la singularidad de cada encuentro, y que son las potencias que nos ofrece el lenguaje, los afectos, la ternura contenida en los actos de solidaridad y empatía, y nuestra enorme imaginación.

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