Podríamos empezar preguntándonos: ¿a qué nos referimos con el término ‘independencia’? La palabra nos remite al latín independere, que refiere a ‘no estar bajo la voluntad de otros’. Alude así a liberarse de situaciones de domino, pero ¿quiénes se liberan? y ¿quiénes serían esos otros? La respuesta que resultaba atinada en 1921 para algunos: los peruanos iniciamos formalmente un camino político de trabajo para constituirnos como república por fuera del sistema colonizador español, en definitiva no sería la misma que ensayaríamos hoy. Inauguramos una nación cargada de fracturas, exclusiones y dolores, y sólo ver los resultados de ese intento lleva a algunos de nuestras historiadoras e historiadores a pensar nuestro país como un agrietamiento, y a nuestra República como el resultado de una utopía fallida.
La sociedad peruana, jugándose entre tres líneas de tiempo en las que coexisten en tensión distintas formas de circulación de poder -soberano, disciplinario y de control- cada una con sus propias formas de ejercer el dominio, sus particulares tecnologías y sus singulares dispositivos de producción de subjetividades, habita diversas contradicciones y polarizaciones que nos desafían a pensarnos en múltiples claves.
Una de esas claves, creemos, es la identidad: ¿qué es ser peruano? La identidad se instituye como un modo de encontrar elementos comunes: una misma historia, similares costumbres, modos de ser y hacer, relacionarnos, disponernos a los otros, que se suponen característicos a un grupo o una comunidad, y que se mantienen en el tiempo y el espacio a modo de sustancia. Eso que nos hace ser. Pensamos que esta expectativa de hallar una identidad común no sólo es fallida, en el sentido de que se desfonda en nuestras realidades, estas, las que aluden a un sentido de peruanidad, sino que marca un ideal -impuesto desde la modernidad europea- que no nos permite habitar aquellos territorios que potencialmente nos cohesionan.
Desde la Sociedad Peruana de Psicoanálisis de Pareja y Familia creemos que nuestro quehacer está inserto en esta mirada de reconocimiento a este entramado social que hoy nos desafía a pensar las múltiples maneras de comprender la subjetividad que las condiciones de vida de nuestro país producen. Así, entendemos que no existe una única manera de comprender la subjetividad, el mundo interno, ni la familia, porque no existe un sujeto único ni unificado. Entendemos la diversidad de sujetos, la multiplicidad de vivencias que constituyen estas experiencias subjetivas que nos permiten acercarnos al otro como el semejante y poder reconocernos en la mirada de lo común, y también de lo que nos diferencia. Aquello que nos constituye en multiplicidad.
Otra clave que nos lleva a tejer sentidos es la pregunta por la ilusión. No la construcción imaginaria de algo inalcanzable, sino el afecto que nos impulsa cotidianamente a habitar nuestras prácticas con vitalidad y alegría, aún entre los problemas, las dificultades y la indignación. Pensamos algunas rutas posibles. Una de ellas: buscar la verdad, no como generalidad y abstracción sino esforzarnos por conocer cifras y experiencias concretas de realidades que nos incomodan; esa verdad que evidencia sufrimientos invisibilizados, violencias naturalizadas, marginalizaciones reiteradas. Y a partir de la creación de este campo de verdades, construir situaciones que suponen aprendizajes nuevos, apartándonos de discursos huecos, vacíos. Esto es, hacer uso de la verdad para identificar las condiciones que hacen a la producción de nuestros conflictos con la expectativa de que eso nos permita construir puentes y aplicar reformas en procesos concretos, únicos pero que a la vez puedan ser transferidos a otros.
Y finalmente, aunque este escrito en tono de claves sólo sea las pinceladas de un boceto de mural, en múltiples dimensiones y siempre inacabado, sentimos importante compartir lo que venimos observando desde nuestra institución en el trabajo con familias, parejas y grupos , tanto desde nuestro trabajo clínico como en nuestras prácticas comunitarias. Somos testigos así de cómo se exacerban la desconfianza, el temor, la no escucha, el no reconocimiento, la intolerancia, y las formas de violencia tangibles y subjetivas que producen un arrasamiento de la subjetividad del otro. Vemos cómo esto suscita sufrimientos que producen afectaciones ligadas a la perplejidad, generando intolerancia e indiferencia. Venimos perdiendo la capacidad de generar apertura a lo distinto, a lo nuevo; y también olvidando nuestra flexibilidad para acoger a los otros con interés, amabilidad, miramiento, hospitalidad. Observamos cómo el odio, constituído como política, genera sed de venganza e impulso por doblegar, someter, apartar, refugiarse en la gloria del pasado, rechazando el presente. La política del odio provee beneficios, ahorra la angustia a lo imprevisto, al desconcierto, a la incertidumbre. Pierde la vergüenza rápidamente, se justifica en la herida abierta, ataca para supuestamente defender, porque crea un clima de guerra y manipula para conseguir adeptos.
También, somos testigos y partícipes de movimientos de resistencia solidaria que apuestan por la apertura a miradas y necesidades otras. Somos testigos y partícipes de grupos implicados en luchas micropolíticas por producir cambios que hagan al bienestar de comunidades históricamente vulneradas. Somos testigos y partícipes de la indignación frente a los intentos de captura mafiosa de las instituciones que sustentan una mínima ilusión de gobernabilidad democrática en el Perú.
Tras 202 años de la Declaración de Independencia, 202 años del inicio de nuestro trabajo común de construir un país que habitamos y nos habita, estamos siendo partícipes de un momento histórico en el que creemos indispensable recuperar espacios para convivir con lo diverso y celebrar con gratitud. Somos libres -de pensar, hacer, crear- seámoslo siempre.